Franco Boczkowski
(Sáenz Peña, Chaco, 1983)
Nació en Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco. Vive en Córdoba, donde trabaja como docente. Egresó de la UNC como profesor y licenciado en Letras Modernas. En 2012 obtuvo una distinción especial en el II Concurso Nacional de Poesía del Taller Latinoamericano de Poesía Fundación Neruda de Chile. En poesía publicó Razones personales (Nudista, 2013), Una nueva tentativa (Borde Perdido, 2019) y Un ruido en la calle (Borde Perdido, 2023). Algunos textos suyos aparecen en publicaciones digitales. Ha participado en festivales de poesía de distintas provincias. Entre 2014 y 2022 fue parte del equipo de trabajo que produjo el programa de radio La Nota Azul dedicado al jazz y a otras músicas y formas libres, emitido a través de la FM Zumba la Turba de Córdoba. Es militante del Partido Obrero. Actualmente cumple funciones gremiales como representante sindical.
poemas
Olga
Pletórica de voces, la señora, con su aire
de tía majestuosa y olvidada, se sienta
en ese espacio iluminado de la casa, rincón
que llama su oficina, donde despliega
un mar complejo de palabras, una escena
de trabajo exploratorio, de búsqueda y deseo,
un océano que no ahoga, no persigue
el naufragio, no entretiene ni divierte, ni se queda
en la pura declamación, pero en cambio
reclama para sí, con elocuencia generosa,
según costumbre, en tono de matrona distinguida,
el patrimonio exclusivo del fracaso, la tarea
intransitiva de buscar, sin objeto ni final,
sin nada más preciso que el decir,
y preparar un convite a esos huéspedes
de la memoria que saludan
desde algún lugar profundo,
hueco recóndito y perdido,
para convertirlos, con un rápido y certero,
giro de las ideas y el lenguaje,
en nada más que signos, en palabras,
que se ordenan, exactas, en la página y respetan,
sin alarde ni cuestionamiento posible,
la decisión de la señora que elige su destino
y construye para ellas el resguardo
de su felicidad y su sentido.
Inédito
Plataforma electoral
Ha llegado a mi escritorio la conciencia
o la sensación al menos, pero tan
atroz o verdadera de haber
perdido el ritmo en un puñado
de certezas construidas que acompañan
y justifican decisiones, el ejercicio
rutinario y sistemático de la mañana
que arremete con la seriedad y la fortaleza
adecuadas a mi clase y voluntad,
obedece al clima, a la estación, y transfiere
la experiencia de los límites que devuelve un espejo,
una secuencia rara, poco extensa,
de historias de amor interrumpidas
por otras, inexactas, historias de amor
desmesuradas, el peso
que se arrastra del azar y del transcurso,
al arte que se hace con el tiempo, es decir,
al lenguaje y no a esa imagen detenida,
carente de musicalidad y aun
de convicción y observa, quieta, antes
por aburrimiento que atención desde una
singular cartelera, con su rostro
artificial, embellecido, con sus ojos
cansados, a quien ahora
busca en la basura lo que resulte
útil en otra circunstancia o su contexto
y lo que queda por decir se disimula
en una serie habitual de promesas
de campaña, unas palabras
pronunciadas para tapar el silencio
o la vergüenza, justo ahora
que empiezo a marcar el pulso, a encontrar
el ritmo y debo, sin embargo, a pesar mío,
aceptar el final de la pausa, salir
sin poder terminar el discurso,
asumir la circunstancia o al menos
una breve y pasajera,
fugaz o exasperante conclusión.
Inédito
El miedo a la tormenta II
Si llegara así, entonces, como el rayo
sube o desciende iluminando la tarde
y viene a quebrar la calma del día,
sin esfuerzo, pero sin, tampoco, siquiera
una porción pequeña de trabajo
o continuidad, sólo como una
dicha o explosión momentánea, si así
también llegara el contenido o la forma
o al menos la fugaz y pasajera, pero
sin embargo, cierta y real disposición
a la palabra, esa manera usual,
pero velada del deseo, podría
haber encontrado un cuerpo adormecido en el fondo
de un barco sacudido por las olas,
con la culpa de Jonás en la tormenta
y el saber, transmitido, sin esfuerzo, al resto
de la tripulación, de ser él mismo
la causa por la que sobrevino esta tempestad,
certeza que otorga, además de la condena,
un triunfo de razón en la disputa, un instante
cruel de regocijo en la obsoleta, cuestionada,
y terriblemente inútil libertad de decidir
que mortifica eternamente a los profetas
como un castigo que no eligen, eso
es lo que podrían encontrar, pero no
el arte que se logra con talento y sobre
todo con trabajo y no a la espera
del genio, ese ridículo disfraz,
cómodo, de ajena vanidad y de la propia,
agotada en su esfuerzo de abordar, sumergida
en la escena que hubiera querido o no representar
y decidido, emulando la creación como un instante,
no ya de días o semanas, ni tampoco
de ninguna repentina iluminación (otra vez
como el rayo) a que se pueda, quizás, atribuir
la deficiencia física, el defecto
ocular, pero no el déficit, o ninguna
dificultad en la observación o la mirada
profunda y capaz de recordar, luego
de absorber cada detalle, los objetos
y las ocultas actitudes, para ser
sarcástico en la broma y ofensivo,
hiriente a veces; pero ahora, todo eso
no es más que una pura especulación,
una fuga que adelanta soluciones
y entorpece con certezas un trayecto que se hará
rústico y exquisito en los tropiezos, preocupado
por el estilo en medio de la guerra, como banal
preocupación sería la del trueno,
no para el niño que se encuentra allí encerrado
en ese espacio reducido, emulación
doméstica del vientre de la nave
o de la bestia feroz de los océanos, la ira
inevitable del padre frente a esa
desobediencia fracasada, más por evitar
en el trayecto el peso de la carga que por vana
presunción o puro miedo, como este
que obliga ahora, fatalmente, a encerrarse
en la espesa oscuridad que no protege ni mantiene
a resguardo de la fe o de su caída
abrupta como el rayo, nuevamente,
el largo aprendizaje de una
infantil educación jesuita que sirvió
para hallar, con sacrificio, en el temor
de Dios el fundamento o la virtud, pero sí
para el adulto derrumbado en pretensiones
que no encuentra en la tormenta fortalezas
ni motivos evidentes, sino en cambio
el resabio agudo de una cruel confirmación,
la certera forma de una íntima debilidad:
un deseo, imposible de cumplir en la huida
o de abordar en la quietud, constante
búsqueda trabajosa de crear
la realidad en la palabra o al menos
un nivel aceptable de expresión
que destaque en el tumulto y que se escuche
también, si es necesario, en el silencio,
contrario al fluir del trueno que recuerda
que es imposible amar lo no divino
ni aunque se vista de la estéril, inhumana,
falsa devoción de la ciencia o su ritual
y prescinda del misterio, toda
tranquilidad es yerma, la explicación
es falta de conflicto y Dios
es un ruido en la calle
que impide concentrarse en el trabajo.
De Un ruido en la calle, Borde perdido editora, Córdoba, 2023.
W. F.
Disculpe, señor, si le digo, como una
confesión, que pienso en usted cada tarde,
cuando empieza el verano y llega, desde los días
pasados o el pasado de los días,
un aire lleno de partículas
de polvo que se ven en una línea de sol,
alocadas, como bailando, idiotas, trayendo cuentos, dirá usted,
o algún otro, y usted repetirá,
con la sintaxis amplificada de su voz,
acallando cualquiera que, como yo, le confiese
que conservo, aquí, de usted, una foto
en la que se lo ve, si uno se detiene y presta, tranquilo,
o entrega, directamente, con paciencia desprendida, la atención
a la que nos obliga el artificio de su frase, sentado,
inclinado severo, con su actitud de creador, sobre la máquina
de escribir, no esperando, sino yendo a buscar,
como un minero en su trabajo del oro, la idea
que lo lleva a crecer, sin pausa, desde la mínima anécdota hasta
el más sinuoso camino que recorra,
de la mano, como un ciego, de una niña, por allí,
un estudiante con vocación de suicida
y espíritu incestuoso, que hizo, a pesar suyo,
vender la tierra y el juego para pagar su educación.
Disculpe, otra vez, señor, si lo convoco
de nuevo esta tarde, e interrumpo,
inoportunamente, su fruición de whisky, para ver,
como espiando, indiscreto, el instante trabajoso de su creación,
y buscar de usted, si no consejo, al menos sí
una mínima ración de su desdén,
la mano que me empuje y que golpee, expulsando pretensiones,
obligándome, atinada, a finalmente asumir,
en este momento que espanta y la prepara,
una derrota como cuando, implacable,
ninguna palabra para ninguna voz llega
ni siquiera vanamente a la garganta.
De Una nueva tentativa, Borde perdido editora, Córdoba, 2019.
Liova
La infancia feliz es un invento
quizá de Rousseau, quizá de los que tuvieron
una infancia feliz. La tuya, sin embargo,
lo fue y no hizo falta
crearse la alegría por fuera de Ianovka.
Aprender francés y alemán en una
buena escuela de provincia, y compartir,
fuera de la enseñanza moderna y real, en la aldea,
con los hijos, tus amigos, de los viejos campesinos,
pudo haberte hecho comprender
que no bastaba el griego y toda esa
educación conservadora para tolerar
el régimen del zar, o de tu padre, al menos,
que esperó verte llorar y comprendió, al instante,
con una simple mirada,
que una vaca y la sanción fueron motivos
para estremecer tu corazón, y el cuerpo entero
de ese mujik descalzo que recorrió, rogando,
todas las habitaciones de la casa,
como recorrió esa anciana sus kilómetros
para pedir los siete rublos en tu puerta.
Y sin embargo, la tuya fue feliz, y no hizo falta
irse a la ciudad para entenderlo,
pero sí para observar cómo cambiaba
el trato entre los hombres, tu presencia
entre los que antes eran tus iguales,
y ahora, según parece, te deben
mucho más que el respeto y la obediencia.
Si es por crecer o haber crecido, vendrá, siempre oportuno,
el tiempo para aquello y sabrás
o tendrás, obligado, que asumir, por circunstancia,
como una definitiva máquina de historia,
la orientación de armas, la palabra,
para que, entre el ruido, la profunda
claridad de tu cabeza se destaque, y así,
en algún resquicio del tiempo de combate
encontrará la letra espacio entre la guerra.
De Una nueva tentativa, Borde perdido editora, Córdoba, 2019.