Rafael Cuevas
(Viña del Mar, Chile, 1994)
Escritor y traductor. Actualmente reside en CABA. Ha publicado Curauma (Aparte, 2019) y El canon de Tilquín (Ctenophora, 2025). Fue antologador de Maraña: panorama de poesía joven (Alquimia, 2019). Ha traducido narrativa, ensayos y poesía para Ediciones Libros del Cardo y Gerbera Ediciones. Participó en la primera Residencia para poetas jóvenes del FIPR en 2017. Actualmente escribe para la revista BazarAmericano.
poemas
La Orilla, entre las escuelas
Ya por Yaugurú crece la tentación por La Orilla. Caminé entre las megalibrerías, las carnicerías y las tiendas de comida para mascotas; entre las mantas de los ferreteros, los puestos de fritura, los libros rescatados a los peces de plata y la humedad; uno se puede estar perdiendo en las borracheras de los escalones y su Teatro, o en las canciones que los cantantes románticos venden bajo toldo propio, o en el bronce pulido de una pistola que brilla en las antigüedades de la Primera Plaza, único brillo del invierno: yo me perdí en que La Orilla estaba cerca, apenas a unas cuadras. Es el hechizo verdadero. Por eso esta vez no me detuve en el comercio, y esquivé con gracia a los trasnochados. La avenida estaba llena de ciclistas. Bajo la niebla se veía el oscilar de las corbatas escolares. Llegué hasta la pequeña esquina y allí estaba el Maestro Blanco. La piel se le inflaba con cada latido del corazón, traslúcido. Los cocineros hechos la velocidad misma con que cae la harina. El Maestro me cobró, y sus empleados me entregaron un trozo de pizza humeante, atravesado por unas vetas rojas que el queso no podía ocultar. En el banquillo junto a mí, un hombre le susurraba a su plato vacío. Los pobrecitos de pie parecían contemplar las pizzas de quienes teníamos asiento, y reflexionar quizás en sus familias, o en alguna deuda. La salita se llenaba de vapores. En las vitrinas había réplicas en miniatura de los barcos fantásticos que surcan los cielos de Tilquín, fabricadas por el Maestro mismo. Escribí en una servilleta:
Sobre esta pizza
el orégano florece
por última vez.
(publicado, de El canon de Tilquín)
Barcos imposibles
Los barcos atraviesan el cielo de algunos cerros, o se cruzan en nuestras caminatas por los pasajes. Los marineros no surcan las calles, de bar en lupanar y viceversa: solo se dejan ver, y apenas, sobre las embarcaciones mágicas. Son siluetas dispuestas a trabajos irreales. Y hay mucho de predestinación, o de intención, en presenciar una proa rompiendo una fachada de calamina, o rozando apenas la punta de una vieja torre. Los cánones de Cuviña o de Ninnopesce refieren a los barcos imposibles, cada cual con reglas y retratos distintos. Los barcos se extienden de cronista en cronista, como un rumor distinto, pero hecho con los mismos materiales. La atmósfera de las apariciones se mueve en fintas de aire y de calor, y nunca se puede observar el barco con claridad. Se suele asentar en el pecho la sensación de estar presenciando un arte elevado. Es común que se despierten en la mente imágenes de otros cruceros fantásticos, que navegan libres por la mente, u espacios aledaños. Felices quienes vean un barco imposible, porque suelen dejar recuerdo. Una artesanía proveniente de tierras extrañas. Doy fe de que una caminata extensa, o una devoción real a los espirales del Puerto, o un oficio atento a la bahía, o una misión que involucre el Mar, como este, mi catálogo, te puede llevar a encontrar uno de estos barcos imposibles que, como animales tutelares, hablan solo en la lengua de uno, si es que se sabe apreciarlos. Con el tiempo, todo buen vecino o peregrino de Tilquín construye su propio barco, una embarcación periódica que va acompañando la vida. En medio de un cerro, rodeado de casas, escalones y ventanas, puedes oír de pronto un millar de gaviotas, un hedor a yodo en las narices, el vaivén de las olas entre los pies. Luego, silencio. Mi barco es una exuberancia. La primera vez que lo vi fue durante una noche cerrada. Me quedaban algunas cuadras para llegar a mi alojamiento. A mi izquierda tronaba el Mar, y algunas siluetas se movían entre los galpones negros del muelle. Podía escuchar conversaciones y veía columnas de humo que subían desde fuegos improvisados. Pero tras todo este ruido llegó un silencio, como una corriente cálida que entró al Puerto desde el Mar. Me sentí solo en el mundo. Miré hacia el cielo y vi un barco que lo iluminaba: dos grandes ruedas de oro giraban a los costados de una embarcación de cobre, y dos bueyes rojos lo arrastraban entre las nubes. Las velas, inclinadas por el viento, también eran de cobre…
Bueyes al frente
de un barco engalanado.
La sencillez.
(publicado, de El canon de Tilquín)
Preparativos del piure
Arriba, otrora, los piures enrojecieron primero las mesas populares, luego las aristocráticas, y finalmente desaparecieron, como tantas otras cosas de las playas, en un susurro lejano y como de burbujas. De allí pasaron a teñir los sueños de los pescadores, de los amantes de la buena mesa, y de todo tipo de culposos. Sus fantasmas, similares a los fantasmas de las piedras, se escabullen sin embargo como carnes y respiraciones musculares, entre las grietas de la mente, de uno o todos los vecinos, y yo mismo, por ejemplo, solo por dormir en alguna habitación pulgosa de Tilquín he soñado con el oro rojo del Piure que revienta la piedra como una herida tormentosa. Y pervive el Piure como notas de respiración en algunos rincones de la ciudad, y pervive ante todo como la vida rapaz de algunas cámaras de neumáticos que, insufladas por la exhalación, la filtración y la alimentación que el Piure mismo encarna, se ponen a reptar y a cazar en las sombras de los cerros. Son serpientes negras que se acompañan de viejos borrachos e ilusorios, guardianes de esa cadencia de carne roja que se hace cubrir de goma. Hay un alcohol ligero que flota en esos aires de maravilla. Hay una manifestación de ancianos moribundos, y de marineros asimismo agonizantes y, como siempre, el Subterráneo, o el Mar, o quizás el Piure mismo, querrán hacerte ver en esos juegos a tus ancestros y a tus culpas. En las miasmas del Plan, esas viejas prácticas de reventar las piedras del piure dentro de las cámaras se han terminado por convertir en monstruos indisolubles. Dicen que esas gomas pueden fundar vehículos maravillosos: bicicletas o automóviles chorreantes y velocísimos, si solo alguien pudiera, además de ver a la serpiente, vencerla.
Mira, es de noche.
Gira nuestro piure,
la estrella roja.
(publicado, de El canon de Tilquín)
Legumbres en el fusil
Mentiras como un tío
marino mercante con acceso
a un arsenal de viejos fusiles soviéticos
mentiras como un tío
marino mercante con acceso
a consolas de la actualidad nipona
si ninguna mentira provoca furor
su vecina chica no se deja tocar
Fercho tendrá que correr
con una porotera a la siga del sudor
y los amigos tras el grito de su madre
antes del riego en el cuarto cigarro
habrá un padre de la armada
ladridos reja mediante
un hermanito al cual someter
hasta alcanzar un orgasmo secreto
y una pistola a fogueo
para jugar después de tomar once
(publicado, en Curauma).
Valentía
Los espíritus
de balmacedistas muertos
te visitan cojos y fusil en mano
pasean por el puente la pólvora
una explosión y una segunda sombra
monos que hacen caer campanas
en nuestras manos como evidencia
de la bendición de un eucalipto
escapa del arma arcaica
cuídate del cuidador de fundo
con poncho caballo y siete quiltros
(publicado, en Curauma).